La aparente indiferencia de Dios.

Plantearme el hecho de pensar en Dios con seriedad no me fue posible hasta después de cumplir los treinta. Tras un proceso largo y tortuoso en el que estaba desterrada desde el principio la idea de un Dios personal, al estilo de Abraham, fue tomando peso en mí la posibilidad de que existiera algún tipo de “entidad” o “energía universal” que hubiera dado forma al universo y animado la vida que contiene. Sentía un enorme prejuicio en cuanto al término “Dios” ya que lo relacionaba con mi infancia y con mi juventud dónde todo lo que concernía a esta palabra me resultaba, cuanto menos, absurdo; cuanto más, incoherente y en extremo pueril. Hablar de una “entidad” o “energía universal” me brindaba la oportunidad de partir de cero, de descubrir, si es que acaso los tenía, sus atributos y sobre todo me permitía sentirme libre de todo tipo de presión o juicio que éste pudiera ejercer sobre mí.
Eliminado este prejuicio y de algún modo estabilizadas mis conclusiones con respecto al nombre con que debía designarlo, me decidí por conservar el nombre que tenía al principio. “Al principio, existía el verbo y el verbo estaba con Dios y el verbo era Dios” comienza diciendo el evangelio de Juan. Puesto que estaba buscando el principio de todo, daba igual el modo en el que lo llamase; en consecuencia terminé por llamar, a esa “energía”, Dios. Sin embargo el Dios en el que pienso y creo ahora no se circunscribe a ninguna religión. Es probable que en algún sentido esté unido con el Dios de Abraham, pero no en menor dimensión se encuentre con el del Islam, con el de Krihsna y Arjuna, con el de los ocultistas medievales, con el “vacío” del Zen o con el “inexpresable” Tao. Todo eso,  y algo más, significa Dios para mí.
Vislumbrar que existe Dios, es posible alcanzarlo con la razón. Entender a Dios es una empresa distinta. Es probable que acertemos a explicar algunas partes de este inabarcable concepto, pero del mismo modo que una ardilla no puede concebir el funcionamiento de un ordenador, tampoco el hombre puede plantearse el hecho de llegar siquiera a comprender alguna parte importante de esta ingente y compleja Idea. Según el profesor Rodríguez Delgado, esto nos sucede por el mismo motivo que a la ardilla, aunque en un grado menor: la cuestión es que nos faltan neuronas.
Algo que en mí quedó manifiesto fue la soledad de Dios. Tanto más cuanto siendo el hombre, en lo que concierne por el momento a lo que sabemos sobre el universo, la única criatura capaz al menos de intuirlo; con las limitaciones que nos concibió, de poco consuelo y menos distracción podemos servirle. A no ser que en cada uno de nosotros haya escondido la semilla del origen de su propia naturaleza y, expectante, como aquel que puede presenciar la carrera de millones de espermatozoides intentando germinar un óvulo, observe la lucha en cada uno nosotros por intentar dar a luz en cada generación, ya sea hombre o mujer, al germen que en cada inmaculada fecundación originaría de nuevo su nacimiento.  A no ser que sea el hombre algo más que un conjunto de vísceras y emociones, dotadas de un ordenador biológico, al servicio de su supervivencia y su perpetuación; a no ser que el hombre sea realmente “la herramienta” con la que Dios se dota a sí mismo para perpetuarse y con ello renovarse dentro de una matriz inabarcable como es el propio universo, si acaso no somos Eso, no tiene más sentido nuestra existencia que la de una ráfaga de viento o la arbitraria trayectoria de cualquier fotón.
Sólo pensando que los sufrimientos de esta vida son como la pesas de un gimnasio que en vez de fortalecer un músculo, fortalecen la “materia” de la que está hecho nuestro  espíritu; sólo pensando que esta vida quizá sea solo un tramo, y que al final alguno alcance el propósito con el que llegó a este mundo,  solo y exclusivamente de este modo mi mente deja de espolearme anunciándome que sin ser ésta la verdad completa, sea la que me toca contemplar.
Pero en la superficie, en lo prosaico de mí día a día ¿de qué pueden servirme estas lucubraciones si es posible que no sean otra cosa que peregrinas entelequias? Pues para discernir mi propio caminar, sería mí respuesta. En esta superficie creo que no somos más que seres vivos programados para perpetuarnos, para sobrevivir, para evolucionar en las distintas facetas con las que nuestra naturaleza humana nos distingue para “entretenernos”. Creo que somos tan dueños de nuestro destino como lo pueda ser una brizna de polvo suspendida en el viento. Si por azar nuestro viento fuera cálido también nuestra vida lo será, si por fatalidad fuera tempestuoso también así ocurrirá; pues estamos unidos inmanentemente a nuestras circunstancias y de ellas dependen tanto nuestro bienestar como nuestra desventura.  Sin embargo esa brizna, está dotada de un “conductor” secreto, un conductor que puede y debe despertar. Mientras “duerma”, su “nave” seguirá al pairo unas veces de la brisa y otra del soplo tumultuoso de algún huracán.
Dios no puede despertar a ese sagrado viajero que reposa en lo profundo de nosotros. Si lo hiciera, estaría abortando su propio nacimiento. De la misma manera que quien ayuda a una mariposa a romper el caparazón de su crisálida, la conduce a la muerte al impedir que con su esfuerzo desarrolle sus alas; por el mismo motivo Dios destruiría nuestro espíritu si nos librara de nuestros infortunios mundanos.
Si acaso fuera de este modo, con que uno de nosotros despertase, tal vez despertaríamos los demás; aunque no fuera en el mismo grado. Y aunque simples compañeros de un camino que tal vez concluya un solo ganador, podríamos contemplar lo prodigioso, por su mediación, al rasgar con su “triunfo” el velo del templo que nos lo ocultaba.  Pero esto forma parte de otro post.
Por Valentín Martínez Carbajo.

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