La aparente indiferencia de Dios.
Plantearme el hecho de pensar en Dios con seriedad no me fue posible hasta después de cumplir los treinta. Tras un proceso largo y tortuoso en el que estaba desterrada desde el principio la idea de un Dios personal, al estilo de Abraham, fue tomando peso en mí la posibilidad de que existiera algún tipo de “entidad” o “energía universal” que hubiera dado forma al universo y animado la vida que contiene. Sentía un enorme prejuicio en cuanto al término “Dios” ya que lo relacionaba con mi infancia y con mi juventud dónde todo lo que concernía a esta palabra me resultaba, cuanto menos, absurdo; cuanto más, incoherente y en extremo pueril. Hablar de una “entidad” o “energía universal” me brindaba la oportunidad de partir de cero, de descubrir, si es que acaso los tenía, sus atributos y sobre todo me permitía sentirme libre de todo tipo de presión o juicio que éste pudiera ejercer sobre mí. Eliminado este prejuicio y de algún modo estabilizadas mis conclusiones con respecto al nombre con