Predeterminación. El dolor y el sufrimiento. La puerta de salida. (3)
Podría decirse que vivimos en “piloto automático”; permitiendo
a nuestro cuerpo-mente que actúe sin darle ninguna instrucción, buscando la
recompensa inmediata o dejando que nos
arrastre la inercia del estado en el que nos encontramos.
También puede decirse que las reacciones que experimentamos
ante los acontecimientos que se producen en nuestra vida forman parte de los
automatismos con los que está dotado nuestro cuerpo-mente. Si tomamos conciencia de estas
reacciones, una por una, nos daremos cuenta de que se forman dentro de nosotros
de manera autónoma. No son “nuestras reacciones”, porque no decidimos que
aparezcan, ya que aparecen por sí mismas como consecuencia de una ley de causa
y efecto.
El “piloto automático” está instalado en nosotros desde
el nacimiento. Gracias a él aprendemos
todo lo que debemos saber para movernos en este mundo. Digamos que aquella
parte de nosotros que acabará descubriendo ese piloto o bien se forma más tarde
o bien se encuentra ya ahí; esperando que la ventana desde de donde observa se vaya
haciendo más grande, se vaya expandiendo y pueda ver con mayor claridad los
mecanismos de los que forma parte.
Este “piloto”, al tiempo que está harto de sí mismo, tiene
mucha fuerza y toma el mando con absoluta facilidad. Es difícil verle en toda
su magnitud y aún viéndole, no podemos decir que tengamos gran influencia sobre
él. En principio no tenemos ninguna.
Veamos un ejemplo: Nuestra naturaleza está programada para moverse, para
buscar, para evolucionar. Buscamos constantemente nueva información y cuando
nos exponemos una y otra vez a la misma situación, aparece lo que llamamos la
sensación de hartazgo, que es una vibración displacentera que nos impulsa a
cambiar de escenario, de actividad. Se produce, como hemos dicho, por sí misma. Una
vez invadidos por esa sensación, si no somos conscientes del fenómeno, el
piloto toma el control y nos impulsa a movernos, no importa dónde, no importa
hacia qué objeto o lugar. Lo normal es que las alternativas que tenga sean
reducidas y al no lograr su objetivo, al no encontrar nada novedoso, aumente la
vibración inarmónica que nos genera malestar y nos sintamos incómodos,
hastiados, molestos, cansados de lo mismo, aburridos. El objetivo de esta
observación, es darse cuenta de que la incomodidad, el hastío, el aburrimiento,
no “son nuestros”, no los provocamos nosotros ni la situación, si no que son
fruto de esos automatismos que tenemos instalados con fines evolutivos.
No obstante, a este “piloto automático” le importa muy poco
la evolución. Ni siquiera es consciente de que la está buscando. Sólo busca
novedad, y si no la obtiene castiga a la maquinaria cuerpo-mente hasta que lo
consigue. Si es que lo consigue.
A este piloto no le gusta el dolor y buscará el modo de aplacarlo. De ahí
la necesidad de una expansión en nuestra conciencia con el fin de descubrir su
funcionamiento, ya que cuanto más primarios seamos, cuanto menos evolucionados
estemos, cuanto más pequeña sea la ventana desde la que vemos al que está al
mando, más barbaridades puede (“podemos”) hacer. Es posible que entre en bucle
y acabemos con una crisis nerviosa, o es posible que busque alivio inmediato y
acabemos dependiendo de alguna dorga. En principio no seríamos
responsables ni de la primera ni de la segunda salida. Todo se produciría por
sí mismo.
Creo que la observación, pone freno a los automatismos. Si
observamos cómo ante una contrariedad aparece mecánicamente un malestar y no le
damos fuerza porque no le consideramos “nuestro”, sino parte de la maquinaria
en la que habita nuestro verdadero Ser, podemos pararlo. Claro que esta fórmula
requiere tiempo, pero no hay otra.
Cada vez que algo no sale como está previsto o como la mente
tiene programado, aparece una descarga de insatisfacción. Al hecho de sentirnos
insatisfechos, por esta causa, lo llamamos frustración. Aparecerá lo queramos o
no. El quid está en ser conscientes de ello y darnos cuenta de que esa
insatisfacción no la hemos creado por nuestra voluntad, sino que es un efecto
sobre el que no tenemos nada que ver.
La maquinaria de nuestro cuerpo-mente no se desmonta con
plegarias, con rituales, pócimas o ungüentos, se desmonta desde la observación
y la comprensión de lo que observamos; aunque no deben desdeñarse como herramientas, a utilizar en alguna parte de El Camino.
El pequeño secreto es que el éxito en la batalla no depende
de la fuerza, sino de no permitir que tomen energía estos mecanismos. Esto lo hacemos al
observarlos como ajenos a nuestro verdadero Ser; ya que al hacerlo así, no les aportamos energía,
no les permitimos que se desarrollen. Antes lo hacíamos porque esos momentos de
malestar los considerábamos como “nuestro dolor” y, culturalmente, sentimos
mucho respeto por “nuestros dolores”. Pero ahí está nuestro error. No es
nuestro dolor por una razón que nos debemos repetir hasta la saciedad: no
decidimos nosotros que aparezca, sino que aparece por sí mismo.
Podemos ver, como ejemplo, funcionando este entramado en
esas tardes de aburrimiento y desgana en las que apostados ante el televisor
nada parecer atraer la fuerza de nuestra atención. De pronto, empezamos a
sentirnos mal y nos decimos: tengo que hacer algo, me siento mal, insatisfecho,
hastiado, y todos estos sentimientos me producen dolor. En este punto es donde
la observación nos permitirá ver que no se trata de “nuestro dolor”, de
“nuestra sensación de hastío”, puesto que no la creamos voluntariamente
nosotros, sino que se ha generado por sí misma. Si dependiera de nuestra
voluntad, crearíamos sosiego y tranquilidad, quizá fuera algo monótono, pero
placentero; crearíamos algo que no nos obligara a movernos, a hacer algo
distinto, en definitiva: a evolucionar. Sólo desde este punto podemos empezar a
marcar una distancia entre el “piloto automático” del que hablaba y nuestro
verdadero ser: el observador, el testigo que percibe "nuestros" actos.
Aquí se encuentra el inicio del camino hacia nuestra
verdadera libertad. No obstante no se trata de eliminar estos automatismos, ya
que están ahí para cumplir con una finalidad necesaria. Unos son mecanismo de
supervivencia, otros de evolución. Lo que queremos es tomar el control sobre
ellos, no empobrecer nuestra naturaleza humana ahogándolos o anulándolos, sino
que bajo nuestra instrucción estos mecanismos no ahoguen ni empobrezcan al
verdadero Capitán de Nuestra Alma.
Aún así, aunque consigamos instruir a nuestros automatismos,
desde la visión más amplia que acabaremos obteniendo al expandirse las
dimensiones de la ventana desde la cual observamos la maquinaria de la que
estamos construidos, aún de este modo, decía, no podremos evitar totalmente el
sufrimiento, pues la evolución necesita conocer lo más oscuro y escondido que
hay en nosotros para aportarle luz y desmantelar sus subterfugios. El mismo
mecanismo de evolución que nos incita a tomar el control, que nos descubre como
el Capitán de esta nave cuerpo-mente, nos llevará a las profundidades de nuestro
“océano” personal y es posible que nos
falte el aire, nos desesperemos, maldigamos o pensemos que, tal vez, todo el
esfuerzo que hemos realizado no merecía la pena. Y es que en este proceso nos
daremos cuenta de que los logros serán siempre parciales; los estados de calma,
paz y tranquilidad de nuestro espíritu, serán temporales; como las estaciones. Pero
es que así es el mundo en el que vivimos, con primaveras e inviernos, nubarrones
y días de sol; y nosotros, como
prolongación de esa estructura, no podemos sustraernos a ella.
Sólo después de haber padecido mucho dolor, por tal o cual acontecimiento, nos preguntaremos si ese
dolor es realmente nuestro y si es fruto de nuestra voluntad. Entonces
descubriremos su mecanismo y con él seguramente una llave, que sin duda será personal, con la que
podremos regularlo. Si el dolor no resultara insoportable, ni nos fijaríamos
él, ni examinaríamos los engranajes que lo producen.
Debemos comprender que cada
vez que bajamos a las zonas abisales de nuestra naturaleza, encontramos alguna de las llaves que abren las mazmorras que nos mantienen prisioneros y
que se encuentran protegidas por esa
oscuridad. Bajamos al abismo a pesar de nosotros, porque “algo”, en nuestro
interior, no se acostumbra a sentirse prisionero y nos empuja a liberarnos
junto a Él. La mayoría de las veces causándonos daño, tristeza, desesperación o depresión;
porque es entre esos cenagales donde se esconden los planos y el cofre del
tesoro. En consecuencia hay que contar con estas horas bajas, con las noches terriblemente
oscuras que nos obliguen a preguntarnos en qué consiste la oscuridad. Y
finalmente, creer en la promesa de que siempre existirá una mañana llevándonos a un nuevo despertar,
con una expansión mayor de nuestra conciencia y, con ella, la conquista del
auténtico poder y la verdadera libertad.
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