¿Qué significado tiene la espiritualidad a las puertas del siglo XXI?

Para que no haya confusión en cuanto al significado de los términos “conciencia” y “espíritu” en lo referente a este artículo, aclararé que los utilizo con el mismo sentido. Al ir desarrollando mi argumento, irá apareciendo el porqué.
Desde mi punto de vista, la espiritualidad está hoy en día tan vigente en la naturaleza de los hombres como lo podría estar al principio de la edad antigua, la edad media o incluso la edad de los metales. El hecho de que una gran mayoría de las personas que pueblan el mundo occidental esté descontenta o incluso rechace la religión en la que se ha educado, no es motivo para que también rechace su espiritualidad. En realidad, hoy en día más que nunca, estamos deseosos de descubrirla, de entenderla y desarrollarla en la medida de nuestra propia capacidad para comprender lo que esto significa.
Sin duda es difícil percibir que en nuestro cuerpo físico existe un “centro mental” desde el que procesamos nuestro entorno y tomamos las decisiones funcionales con las que actuamos en nuestro día a día; un “centro emocional” con el que experimentamos sensaciones como el miedo o el amor  con las que nos relacionamos con nuestros congéneres junto  al resto de los seres vivos; así como también es fácil observar un “centro físico” que nos informa del estado de nuestro cuerpo y nos obliga a su cuidado a través del mecanismo del dolor o el rechazo instintivo hacia lo que es negativo para su supervivencia. El filósofo y escritor armenio Gurdjieff, habla de más de ocho centros o inteligencias independientes que operan dentro del cuerpo de cada hombre; Aurobindo habla de estos tres.
Para llegar al espíritu hay que partir de la premisa que nuestro cuerpo con sus “centros” no constituyen nuestra única naturaleza. Las emociones, las sensaciones o los pensamientos no son más que herramientas de las que se sirve nuestro espíritu para tener la experiencia de la vida en un cuerpo mortal, en el caso que nos ocupa, en un cuerpo humano.
Por norma, por educación, nos identificamos con nuestro cuerpo, con nuestras emociones  y, aún en mayor medida, con el fruto de nuestros pensamientos: “Yo”  soy fulano de tal, “yo” me dedico a tal cosa, “yo” tengo esto o aquello otro… Creemos ser ese “yo”, ese “ego”; sin pararnos a observar que ese “ego” o  “yo” no es más que un pensamiento que se cree superior al resto de los que pueblan nuestra mente, a menudo saturada por un sinfín de ideas repetitivas.
Pero si no debemos identificarnos con el cuerpo y todos sus complejos centros; y tampoco somos ese “yo” que organiza nuestros pensamientos y nos lleva hasta las cumbres del saber, ¿Quiénes realmente somos?
Podríamos decir que somos la “entidad que observa todo eso”. Esa parte de nosotros que, además de percibir, anima al cuerpo con lo que llamamos vida. Una vida que hasta la ciencia es incapaz de definir incluso en nuestros días.
Aurobindo lo llama conciencia, para mí esa conciencia es el espíritu. Cuando esta conciencia o este espíritu se fortalece llega hasta nuestra mente, por mediación de él, una mayor comprensión sobre lo que constituye nuestra existencia. Es como si se ensanchara el  canal por el que su energía e información viniera hasta nosotros.
Desde mi punto de vista el espíritu es conocedor de todo lo que ocurre en nuestro cuerpo al tiempo que lo anima; sin embargo no es una vía de doble sentido. Esa parte de nuestra naturaleza lo conoce todo de nosotros; pero nuestro cuerpo, incluida esa parte que llamamos “yo”, no puede conocer de ella sino en la medida que se nos va abriendo nuestro espíritu o nuestra conciencia, ya sea porque ella nos busque o porque la busquemos nosotros a ella.
Ese punto desde el cual somos capaces de observarnos es lo que Eckhart Tolle ha llamado Conciencia Testigo. Algunos monjes orientales se pasan la vida tratando de experimentarla con sus prácticas, aunque sin duda a través de las enseñanzas del propio Tolle, también podemos llegar hasta ella los occidentales. Lo que para la gran parte de los buscadores espirituales es una meta, es el punto de partida de las compresiones de Aurobindo con respecto a la naturaleza humana, tanto física como espiritual que expone en sus escritos.
Creo que una de las revoluciones venideras será la revolución espiritual. Crecer como seres humanos pasa por una expansión de nuestra conciencia lo cual supone no adquirir facultades sobrenaturales sino comprender la complejidad de nuestra naturaleza, manejarla y hacer que lo que llamamos milagroso o mágico sea posible al entender los mecanismos que dentro de nuestro propio organismo  es capaz de generarlo.
Lo bueno de nuestro espíritu es que se comunica con nosotros de tú a tú. Siempre nos ha estado buscando. En la medida en la que nuestras necesidades básicas van estando cubiertas y el cuerpo, con todas sus complejidades, puede prestar su energía a esa parte de nuestro ser, va haciendo acto de presencia en nuestras vidas con el fin de iluminar nuestro entendimiento mediante las “experiencias cumbre”, como las llamaba Maslow, capaces de cambiar la vida de quien las experimenta  o las intuiciones que no siempre pueden comprenderse con nuestra “cabeza”; pero que en lo más íntimo de nosotros las sabemos ciertas.
La espiritualidad no es un conjunto de normas o reglamentos morales. Por ese motivo estará perennemente vigente ya sea en el siglo I o en el XXII. La espiritualidad es la conexión que cada uno de nosotros mantiene y desarrolla con lo sagrado, con la sabiduría, con la divinidad de la que somos parte. Seguramente nuestro número limitado de neuronas impedirá que la observemos y comprendamos en su plenitud, pero será nuestra continúa evolución, sin duda alimentada por el espíritu,  la que nos lleve a alcanzar nuestro mayor potencial como seres vivos y una comprensión mayor sobre el sentido de nuestro universo.

Por Valentín Martínez Carbajo.
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