Religión y espiritualidad.

A menudo experimentamos cierta confusión en cuanto a estos dos términos al sentir que tenemos tendencia hacia la espiritualidad y al mismo tiempo rechazamos la doctrina de la religión en la que hemos estado establecidos o hemos sido educados.
Desde mi punto de vista la religiones, si bien tienen su origen en la inspiración directa del espíritu en quienes las fundaron o promovieron, cuando llegan a nosotros no son más que un conjunto de normas morales o reglamentos que dirigen nuestra forma de comportarnos en el mundo, como si de un programa de ordenador “psicosocial” se tratase. Por añadidura, las normas que surgieron de aquella comunicación especial, iban dirigidas hacia una sociedad determinada, hacia un estadio de evolución muy concreto que, gracias a ellas, tomaba el impulso para crecer y desarrollarse en comunidad.
Quizá decir que las religiones son, únicamente, un corpus de reglamentos no sea totalmente justo. Dentro de sus mensajes hay una parte de sabiduría perenne que siempre estará en vigor, que no resulta fácil entender y no tiene una apariencia impositiva. Cuando uno busca respuestas a este tipo de contenidos, las halla; como dice Mateo en su evangelio.
Se rechaza habitualmente a las religiones establecidas porque no te ayudan a crecer, con frecuencia ponen en cuestión tu capacidad para emitir tus propios juicios y te separan instándote a rechazar a quienes no piensan del mismo modo. Religión viene de “religare”, volver a ligar, o a unir; se supone que, en último término, al hombre con Dios. Sin embargo las religiones han sido causa y lo serán de las mayores dispersiones, de los conflictos más crueles y sangrientos de nuestra humanidad.
 No obstante y aún a pesar de todo, son el cofre y el custodio de un magnífico tesoro. Así, a través de cada una de ellas, la búsqueda de la unión de nuestro ser con el espíritu es posible sirviéndonos de sus doctrinas como canal e instrumento. Los rituales de los que hemos participado como autómatas, quizá porque nos iniciamos en ellos a una edad en la que resultaba difícil entender su sentido, pueden revelarnos de pronto su auténtico significado, aclarando de manera íntima y personal,  el camino del crecimiento espiritual que el buscador de la verdad persigue. De este modo puede nacer en nosotros la religión interior como la que entienden y practican los contemplativos cristianos, los derviches musulmanes o los místicos hindúes.
La Biblia, el Corán, el  Bhagavad Gita, los Upanishad o cualquiera de los libros inspirados por el espíritu contienen el mismo mensaje íntimo y adaptado, en primera instancia, a la mentalidad de la comunidad a la que fue dirigido, a la idiosincrasia de aquel pueblo que pretendió  iluminar. De las normas morales que de esos textos se desprenden se van formando las religiones con sus estructuras terrenales que, con frecuencia, detienen el mensaje a su pesar. Quizá sin pretenderlo, lo que nació para sacar a los hombres de su estancamiento, lo que surgió para denunciar conservadurismos absurdos como ocurriera con el fariseísmo, ahora paraliza a quienes pretenden que ese mismo mensaje, siempre de actualidad, mantenga el espíritu de cambio, renovación y transformación que cada tiempo evolutivo le solicita. El motivo por el cual las religiones se mantienen estancadas es por un hecho prosaico: la edad a la que sus mandatarios alcanzan los puestos en los que se toman las decisiones de calado. La naturaleza humana, cuando envejece, tiende inexorablemente hacia el inmovilismo salvo raras excepciones. No es una apreciación personal sino un hecho constatable por la psicología como disciplina científica.
Aún de este modo, aunque el mensaje de superficie se agarrote por óxidos, a veces, de orígenes espurios, la pieza que contiene permanece inmaculadamente prístina. Es lo que llega a nuestro corazón cuando se rompen las barreras de los convencionalismos racionales y se escucha profundamente en nuestro interior. Lo verdadero reverbera, porque al mirarlo desde de los ojos del alma, lo animamos en su auténtica dimensión.
Para el que busca al espíritu, la religión es el dedo que apunta a su objetivo. No podemos quedarnos estancados mirando indefectiblemente  al dedo, sino hacia donde está señalando. Y en nuestra soledad, incluso en nuestra oscuridad al no saber con la razón que nos impulsa hacia ello, sentir en un primer estadio su aleteo para más tarde culminar en una comprensión gozosa, al tiempo que intelectual, del significado de ese encuentro, de esa singular unión, de ese religar al hombre con su esencia.
Por Valentín Martínez Carbajo.
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