El espíritu de los árboles. Una experiencia personal.

Cuando dejé mi vida monástica, no tenía absolutamente nada. En principio no existían muchos motivos para alarmarme ya que enseguida encontré un trabajo temporal que me permitió activar el subsidio del paro, que después de toda una vida de trabajo, anterior a la etapa en el monasterio, me correspondía. Con la tranquilidad que aquellos ingresos me aportaban me dediqué a preparar una oposición para justicia, la cual aprobé,  pero sin la nota suficiente como para obtener una plaza. El tiempo se agotaba y el panorama que tenía por delante no se presentaba muy alentador. Tenía cuarenta y dos años y no encontraba nada que realmente me aportase estabilidad.  Llevaba una vida bastante austera,  lo que hacía de mi casa un lugar no demasiado acogedor. De haber vivido con holgura, disfrutando de cierta estabilidad económica en el pasado, con una vida social rica y equilibrada, me fui encontrando progresivamente al otro lado: sin recursos, con pocos amigos,  lleno de miedos e incertidumbres. La angustia me ahogaba y el temor a quedarme sin medios económicos para sobrevivir me atenazaba de tal modo que me tiraba horas paralizado en el sillón.
Una tarde pasó un amigo por casa y me propuso dar un paseo por la zona del canal de Castilla que recorre el barrio donde por entonces  vivía. Cuando le comenté lo mal que me encontraba surgió el tema de “abrazar a los árboles” como terapia. Al parecer, su energía era beneficiosa para el ser humano y pensamos que tal vez aquello pudiera calmar mi desasosiego. Como no tenía nada que perder y la tarde se presentaba larga y tediosa, cogimos su coche y nos marchamos al campo. Saliendo de la carretera principal tomamos una secundaría que más tarde se convertiría en un camino de tierra. Alejados de la ciudad acabamos en una gran extensión de campos amarillentos, ya cosechados, y continuamos hacia un pequeño montículo que vimos, en medio de ellos, con algunos árboles centenarios. Habría unos seis o siete entre pedruscos de los que aparecen y retiran de las tierras cuando las están arando. Era zona de secano y me pregunté cómo aquellos árboles podrían sobrevivir a los meses estivales y a otros tantos en los que, sin ser  verano,  la lluvia no hacía acto de presencia. Imaginé que habría algún acuífero del que se abastecían, aunque por el aspecto que presentaban,  aún con ramas y hojas verdes, no debía ser este su mejor año.
Bastante escéptico en aquel momento caminé hacia uno de ellos y en mi angustia lo abracé diciendo en mi interior estas palabras: “Por favor, ayúdame”. Antes de terminar aquella frase, mientras rodeaba al árbol con mis brazos, abandonándome a ese momento, atravesó  mí mente una frase, que pareció emerger  del  árbol, como si de una saeta invisible se tratase. Al menos,  así lo experimenté.
“Haz como yo”. Decía la frase. Fue nítida y clara, pero más claro advertí  que aquel mensaje iba acompañado de más contenido. Un contenido que en lo profundo de mí había captado en su totalidad en ese momento, aunque  tardaría algún tiempo en transformarlo  en palabras. Tras aquel instante me calmé. Fue como recibir un shock benéfico. Yo que no esperaba nada, ni siquiera alguna leve sensación, me encontré con aquella enseñanza.  Estuvimos por allí algunos minutos. En principio no comuniqué a mi amigo la experiencia que había tenido, aunque le dije que me había venido bien aquel abrazo.
Lo que sigue a continuación es lo que he elaborado  sobre aquel mensaje. Fue algo sencillo, pero creo que contribuyó a cambiar mi vida de algún modo. Esto es lo que me transmitió aquel árbol:
“Haz como yo. Yo dejo que quien me puso aquí cuide de mí. Hay años en los que el agua es abundante,  mis ramas se alargan y mis hojas se multiplican. Otros son tan secos que tengo la impresión de ir a morir de sed en cualquier momento. Pero siempre, tarde o temprano, acaba lloviendo. En alguna ocasión el año ha sido tan bueno que el esplendor de mis ramas ha atraído algún pájaro que ha hecho en ellas su nido. Entonces me he sentido orgulloso de mí mismo y de que otras criaturas me hayan elegido para vivir en mí. Tú sólo atraviesas por un tiempo de “sequía” no muy distinto de mis meses de escasez. Yo ni siquiera puedo moverme ni defenderme si alguien o algo, como por ejemplo el fuego, atentara contra mí. Si yo, que no tengo brazos ni piernas como tenéis los hombres, soy capaz de salir adelante, ¿qué no podrás hacer tú?
 Tú haz tu parte, que el que te puso en este mundo, hará la suya como lo hace conmigo. Muévete, busca aquí  y allá. No puedes prever los resultados de tu búsqueda del mismo modo que tampoco yo puedo saber cuándo llegará el agua y los nutrientes que necesito para mi vida. Confía, como hago yo, ya que no puedo hacer  más. Seguro que hay un motivo por el que existo y  aún continúo  aquí. Quizá para que los pájaros descansen en mis ramas, para que los caminantes se refugien del sol bajo mis hojas, quizá para decirle a un hombre como tú, que está asustando, que con solamente estar a menudo es suficiente, que quien te trajo hasta aquí cuidará también de ti, aunque sólo sea a cambio de hacer lo que puedas; solamente lo que puedas. El resto siempre lo hace él.”
Ni que decir tiene que mi vida no cambio de la noche a la mañana. Quien sí lo hizo fui yo. Ya no me sentía paralizado, ya no me ahogaba el miedo como lo había hecho habitualmente. En el fondo el árbol tenía razón. Siempre preocupado, siempre poniéndome en  lo peor, pensando si llegaría a fin de mes, mes tras mes y año tras año. ¿A caso, de uno u otro modo no había llegado siempre? Así pues, como dije, me tranquilicé y desde entonces hago lo que puedo, lo que está en mis manos. Algunos años son realmente buenos y otros, no lo son tanto, pero aún continúo aquí. Como le sucedía al árbol, no sé muy bien el porqué. Quizá sea para contarle a algún hombre o mujer que atraviese un mal trago, como el que yo atravesé, lo que una tarde de verano un árbol me reveló.
Por Valentín Martínez Carbajo.
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Comentarios

  1. Tu experiencía me recuerda un cuento de Bucay, en el un campesino guardaba un gran secreto para su entorno,todos se extrañabam que a pesar de su duro trabajo,los conflictos que él vivia a diario en su queacer y las penurias que pasaba su familia fuese capaz entrar en su casa con una gran sonrisa y cargado de paz espiritual. Su secreto era el gran abrazo que le daba abntes de entrar en casa a su mejor amigo y confesor.....el arbol que vivia en su propio jardin.
    Un saludo.

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