Un poquito más de insatisfacción.

A veces es difícil estar a gusto con uno mismo. El cuerpo está pesado, las emociones no encuentran el momento para expresarse queriendo salir todas juntas de repente y el pensamiento te espolea con un sinfín de cosas que deberías hacer y que sencillamente no tienes ganas o energía para ponerlas en práctica y te dice que, tal vez, si las hicieras, toda esa insatisfacción por la que estás atravesando desaparecería.
Observarse uno mismo es un modo de comprender que el “ataque” viene desde múltiples frentes y la guerra, de emprenderse en ese momento está de antemano perdida. Para ganar esta batalla hay que empezar por rendirse. Ya que ante un colapso de estas características, ¿qué parte de mi ser se encuentra en condiciones para iniciar el contraataque?
La insatisfacción, la abulia o desgana, la sensación de no estar haciendo lo que debería hacer, de vez en cuando se instala en mi vida sin que recuerde haberla invitado. Todo mi ser debería ponerse manos a la obra para contrarrestarla, pero, como en el chiste, se alía con los invasores para entre todos darme una paliza bien dada.
Lo curioso es que cuando me siento bien nunca pregunto cómo ha llegado hasta mí ese estado tan agradable del que disfruto. Cuando me encuentro activo, con energía y mis actividades van avanzando unas tras otras sin demora, no pienso en el porqué gozo de esa fuerza, de ese bienestar, de esas ganas por hacer y complacerse en  la vida que en esos otros momentos desaparecen casi por completo.
Estos días, quizá por el calor, estoy más abatido que de costumbre. No me apetece hacer nada, ni siquiera estar tumbado en el sillón, dormitando mientras la tele suena de fondo. Ni dar un paseo o pasar un rato con los amigos. Tampoco en recrearme pensado que ya pronto estaré de vacaciones y viajaré… ni siquiera me apetece morirme.
Hace años, estas  etapas  eran mucho peores. El cuerpo me pesaba como si tuviera sobre él un camión de gran tonelaje. No podía con mi alma llegando hasta el extremo que aún teniendo repleto el frigorífico, no comía por no hacerme la comida. Naturalmente, el hambre, terminaba por vencer el pulso, pero era hasta ese punto  que me sentía decaído. Lo peor no era que me sintiese así sino que pensaba que estaba haciendo algo mal y me culpaba por no estar actuando de otro modo. Afortunadamente, como dije en otro post, Viktor Frankl me libró de culpabilizarme al comprender que la vida a veces viene así. Qué como decía él, la vida duele.
No obstante y aún no culpabilizándome por el hecho de sentirme mal, esa sensación displacentera  no es fácil de llevar. Hace ya tiempo que suelo rendirme a ella y a veces consigo algún resultado. Pese a ello es como si ese estado que me “posee”, no quisiera verme rendido sino que se complaciera en “torturarme”. Es entonces cuando ya no sé qué hacer y me dedico a observar el proceso.
Pensando en qué tipo de cosas me harían salir de esa apatía pesada, acabo llegando a la conclusión de que no existe  ninguna. Se trata de una extraña afección del alma, como una especie de constipado “espiritual” para el que no hay medicinas, que hay que dejar evolucionar permitiendo que se consuma por sí mismo.
Una de las leyes de Hermes dice que “En todo hay una marea alta y una marea baja”. Está ley también es conocida por la ley del péndulo. Creo que si uno se molesta en observar puede ver esta ley en casi todos los ámbitos de la existencia. Es cierto que verla e incluso entenderla no nos soluciona nada; pero creo que al menos  disipa el peso de nuestra responsabilidad en relación a nuestros estados psicoemocionales.
De este modo seré capaz de aceptar lo inevitable. Igual que acepto los ciclos del día o la noche acepto las mareas de mi energía, de mi satisfacción-insatisfacción, de amor y desamor, de mi éxito y fracaso.
¡Qué poca libertad tenemos en la vida! Cuando parece que hemos comenzado a avanzar, desaparecen los escalones, aumenta la pendiente su desnivel o nuestro cuerpo, sumido en sus propios contubernios, no puede atender nuestra voluntad.
Cuando aparecen en la prensa las licenciosas vidas de algunos que son tocados por la riqueza y la fama, sus excesos, sus adicciones al alcohol y otro tipo de drogas sin duda más peligrosas, me pregunto si  todo eso no será consecuencia de la inmanente insatisfacción que acarrea la vida y de la lucha por deshacerse de ella  a cualquier precio. En consecuencia, yo  diría que no existe fortuna, ni siquiera inteligencia que sea capaz de evitar  estos momentos y que sin duda es peor el remedio que la enfermedad.
Descubrir que habrá momentos de desasosiego  y que tendremos que pasarlos como quien pasa un aguacero sin refugio, es una buena lección. Una lección que, que sin lugar dudas, no tiene por qué gustarnos. Quizá el problema se reduzca a la sana pretensión de querer vivir y estar constantemente rindiendo al cien por cien, sin darnos cuenta de que siempre rendimos en esa medida; aunque hoy el cien por cien haya sido fregar únicamente la taza del desayuno.
Por Valentín Martínez Carbajo.
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