La invisible mordaza del miedo

Me resultaba desesperante cuando manifestaba mi temor por algún tipo de situación a la que debía enfrentarme y la única respuesta que recibía es “no tengas miedo”, “no tienes por qué tenerlo” o “ya se te pasará”. Durante mucho tiempo investigué sobre la naturaleza del miedo, pero no conseguía explicarme el hecho de que apareciera en situaciones que aparentemente no representaban ningún peligro físico real. Sí, el miedo es necesario, es un mecanismo de defensa que nos alerta sobre posibles peligros, es útil cuando vas por alguna zona desconocida  y algo te impulsa a detenerte o huir porque tu vida puede correr algún peligro; ¿pero y cuando simplemente no te atreves a coger el coche y conducir, cuando no te atreves a dirigirte a esa persona que te gusta porque la sensación te paraliza o te impulsa a alejarte para dejar de sentir esa  especie de “molesta vibración de energía”, realmente desagradable, que parece envenenar todo tu cuerpo, que te impide cambiar de trabajo o abandonar a la persona que está haciendo tu  vida imposible?
Después de años de búsqueda di con las respuestas gracias al psicoterapeuta argentino Norverto Levy, de quien existe mucha información en internet. Lo que sigue a continuación es lo que elaboré tras encontrar la esencia de este sentimiento en su forma de plantearlo, ponerlo en mis palabras y aplicarlo a mi vida.
Lo que ya sabía por mi propia experiencia es que uno no puede manejar el miedo. No puedes decir a nadie o a ti mismo: “no tengas miedo”, porque no depende de ti. Es un mecanismo autónomo que nos pone en alerta, independientemente de que lo queramos o no. Otro error muy frecuente que cometía era pensar que si dejaba transcurrir el tiempo, o conseguía reunir las fuerzas suficientes, el temor o miedo no aparecería, o lo podría combatir hasta hacerlo desaparecer con pensamientos asertivos o  positivos. Al tratar de aplicar la primera estrategia me di cuenta que el temor, ante una circunstancia intimidante determinada, no desaparecía por el paso del tiempo. Aunque dejara transcurrir un año, de nuevo iba a aparecer la sensación que me paralizaba y me impedía enfrentarme al reto que había aplazado y pretendía alcanzar. Por otra parte, encontrar fuerzas suficientes mediante la estimulación de pensamientos positivos, a veces me ayudaba a dar algún paso, pero cuando debía actuar lo hacía de forma caótica porque eso que llamamos miedo es una fuerza tan poderosa que desequilibra al organismo con sus baños de adrenalina, noradrelina o cualquier otro “mejunje” de esos que produce nuestro propio organismo, para paralizarnos o hacernos reaccionar.
En fin, para empezar a manejar el miedo debemos saber en qué consiste al menos a un nivel mental, debemos ser capaces de explicarnos por qué lo experimentamos, aunque no comprendamos todos sus entresijos.
El miedo es un mecanismo de alerta. Es como una alarma que se pone en marcha dentro de nuestro organismo cuando nos enfrentamos a una situación nueva y el cerebro evalúa si somos capaces o no de enfrentarnos a ella sin peligro.  El miedo es consecuencia de una evaluación. Por ejemplo, si escuchamos un ruido, el cerebro empezará a evaluar si él existe algún peligro ya no para nuestra supervivencia, puede que tan solo para nuestro bienestar. La alarma es como una “vibración” molesta que pone a nuestro cuerpo en tensión. Si vemos que ese ruido lo produce algún gatito que se coló por azar en nuestra casa, esa alarma, que es el miedo, bajará su intensidad, bajará su vibración y nos permitirá seguir con nuestra vida. Si descubre que ese ruido lo produce, por ejemplo, un animal adulto con capacidad para hacernos daño, hará que esa alarma suene con mayor intensidad, el malestar será mayor y nos hará correr o nos paralizará independientemente de nuestra voluntad.
Cada vez que se nos presente una situación nueva, nuestro cerebro lo evaluará y ese proceso es el que crea el malestar. En muchos casos, como no tenemos referentes de lo que puede suceder realmente si decidimos realizar un cambio o si decidimos acercarnos a una persona que nos gusta, serán las múltiples e hipotéticas posibilidades hostiles que el cerebro contemplará  en su evaluación, las que nos paralizarán. Eso siempre será así.
Lo que descubrí  es que la sensación de miedo puede saturarse y desaparecer del modo que lo hace un olor. Si nos exponemos continuamente a un olor, por muy incómodo que nos resulte, y nos aparte del camino que llevamos, acabará por saturar nuestro olfato y podremos continuar. Podemos decir que el miedo también acaba despareciendo por saturación, si nos exponemos una y otra vez a esa situación que nos incomoda como consecuencia de la evaluación de peligrosidad que autónomamente realiza nuestro cerebro; pero es más lógico pensar que si el miedo “se satura” o desaparece, será porque nuestro cerebro ha concluido su evaluación y ha determinado, después de exponerse a ese nuevo escenario, que debía dejar de activar sus alarmas en nuestro organismo, haciéndonos sentir incómodos, poniéndonos en tensión para huir, en el caso de que fuera necesario.
Saber que cuando sentimos miedo ante una nueva situación se debe a que una parte de nosotros está evaluando el peligro, hace que la sensación de miedo disminuya. Si nos decimos a nosotros mismos, “estoy teniendo miedo porque mi cerebro está evaluando esta situación”, podemos comprobar cómo disminuye la presión y el agobio casi desaparece. Digamos que el truco está en que permitamos a nuestro cerebro evaluar sin interferencia la situación exponiéndonos a ella, las veces que sea necesario, hasta que este mecanismo autónomo concluya con datos reales, no con las hipótesis que la imaginación le plantea.
En resumidas cuentas que si uno quiere perder el miedo ante una situación desconocida debe hacer lo mismo que haría con un pestilente olor que le obliga a retroceder en su camino: debe exponerse para que su olfato se sature. Puede que durante un breve espacio de tiempo lo pase mal, pero al final esa sensación olfativa que le amordazaba perderá su fuerza y podrá continuar con su objetivo. Con el miedo hay que hacer lo mismo: debemos exponernos una y otra vez a la situación que nos atenaza, para que nuestro cerebro se convenza de que no existe razón para estar alerta, para que nos dé su beneplácito y nos permita actuar.
Nosotros con nuestra exposición le permitimos que evalúe. “Él” –nuestro cerebro- con su conclusión, nos permitirá actuar. Rechazar el miedo, apartarse de la situación que lo provoca, es no permitir la evaluación, que iniciará su ciclo una y otra vez hasta que lo concluya, por esa razón aplazar no resuelve nada.
Tener miedo al rechazo es algo más complejo porque no se trata de temer algo desconocido, si no de temer al dolor, algo que nuestro ser también repele al margen de nuestra voluntad; por lo que aquí, en la evaluación, se trataría de ver dónde se halla el umbral que soportamos y, evaluado, si nuestro organismo estará dispuesto a padecerlo. "París bien vale una misa", como al parecer dijo Enrique IV de Francia. Tal vez un gran amor, valga exponerse a un poco de dolor.
Y este es mi secreto: la exposición deshace las mordazas del miedo. No sé si vale mucho, o puede servir a alguien, pero me apetecía compartirlo.
Por Valentín Martínez Carbajo.
(Si te ha gustado como está escrito tal vez también te guste su novela "La hora nona". Se encuentra en Amazon por sólo 0,98€)

Comentarios

Entradas populares de este blog

El espíritu de los árboles. Una experiencia personal.

Cuando se termina el amor

La naturaleza del deseo y el sufrimiento que éste nos produce.