La absoluta falta de libertad. Prisioneros de nuestras emociones. Profundizando en la predeterminación. (2)

En el post anterior desarrollaba la idea de que la vida de cada individuo se construye a sí misma, se fabrica por sí sola. Desde lo más externo, como puedan ser los logros profesionales, económicos o afectivos, hasta lo que creemos más íntimo o personal como son los valores, las tendencias culturales, o incluso los sueños y  esperanzas. 
No es difícil darse cuenta de que  las ideas que formaran parte de nuestro conjunto de creencias, e incluso de nuestra escala de valores, son adquiridas. La mayor parte de ellas en una etapa de nuestra existencia en la que carecemos absolutamente de capacidad tanto para la reflexión como para tener criterio.  Incluso eso que llamamos criterio estará filtrado por las ideas que iremos asumiendo como propias y que no serán más que una copia exacta de las que se habrán manejado en nuestro entorno familiar, educativo y cultural con las que habremos realizado una simbiosis, habremos hecho nuestras. Vamos a dar un paso más en cuanto a lo que sucede con ellas y con lo que consideramos nuestra individualidad. 
Una vez que tenemos fijadas las creencias que irán dando forma a nuestra vida, es fácil observar como las defendemos cuando alguien manifiesta una postura contraria. Tenemos lo que podemos considerar como nuestras preferencias o principios rectores y cuanto más cerca se encuentren de lo que consideramos como la base de nuestra conservación, crecimiento y supervivencia personal, familiar o grupal, con más vehemencia las protegeremos. También es fácil advertir cómo, casi sin proponérnoslo, un impulso visceral aparece dentro de nosotros llevándonos a oponernos activamente contra aquello que es contrario a nuestro credo. Resulta muy evidente en los debates políticos o cuando se discute sobre ideas religiosas. Se diría que uno defiende la forma en la que se maneja por la vida, su individualidad y a menudo trata de imponerla al conjunto de seres con los que se relaciona; ya sean estos su familia, su comunidad o su nación en el caso de los líderes políticos. Pero bajemos al nivel meramente personal. Uno tiene una idea que considera fundamental y otro viene a confrontarla  con un punto de vista distinto. Ambos comienzan a defenderlas. Pongamos, en principio, que lo hacen con argumentos. Cuanto más convencidos estén de su punto de vista más fuerza irán tomando sus alocuciones pudiendo llegar hasta el punto de la exacerbación verbal, si es un entorno civilizado. Pues bien yo diría que ningún individuo defiende nada, que las ideas, una vez interiorizadas, una vez que hemos sido programados con ellas, se defienden a sí mimas poniéndose en marcha un mecanismo autónomo y visceral, que hay dentro del hombre, que tiene la misión de protegerlas. Sería como si estuviéramos dotados de una especie de “programa antivirus” que impediría la modificación de nuestro conjunto de creencias o software, con el que funcionamos en nuestra vida y que además, al mismo tiempo que contraataca dota de más fuerza a nuestra idea original arropándola con los argumentos de su defensa.
Cuanto más básica sea nuestra formación, nuestra programación, con más fuerza aparecerá el automatismo; pudiendo llegar al punto de utilizar la violencia sin mediar palabras, o terminar en ella, después de una discusión acalorada.
La prueba
La prueba de que es un automatismo podemos constatarlo por nosotros mismos cuando al observar algún tipo de conducta o ideología, contraría a la que tenemos por adecuada o correcta, algo se remueve en nuestro interior sin que voluntariamente hayamos decidido poner en marcha su defensa. Es algo visceral. Claro que podemos obligarnos a no reaccionar exteriormente, a no mostrar ni un signo de nuestra contrariedad, pero algo por dentro se remueve y si continúa aumentando la presión, explotaremos exteriorizando nuestra contrariedad.
Ninguna idea en sí es acertada o desacertada, depende del contexto en el que se encuentre; pero una vez asumida, una vez conformada como propia, nuestra mente-cuerpo la defenderá sin que tengamos que intervenir en ello; y cuando más fuerte sea lo que consideramos un ataque, con más fuerza se impulsará la defensa. Lo visceral, somatizado como un pequeño malestar, como rabia o como verdadera ira, será el combustible que nos impulsará a la batalla o confrontación. Formará parte del “cortafuegos” que luchará a ultranza porque esa “idea-virus” no entre a desconfigurar  el software de nuestras creencias, de nuestra programación.
Cuanto más primarios seamos, con más virulencia actuaremos. ¿Pero, actuamos? ¿Realmente actuamos como individuos? Mi planteamiento es que, una vez más, no somos libres de actuar, sino que nuestros automatismos actúan por su cuenta una vez que hemos interiorizado y tenemos como propia cualquier idea que aceptamos como afín. Por esta razón tratar de imponer a la fuerza una idea a otras personas es totalmente inútil, incluso si vencemos por la fuerza, la idea contraría tenderá a defenderse con la misma intensidad que se ha aplicado para su represión. Es posible que durante un tiempo se impida que las personas reprimidas reaccionen a lo que se trata de imponer, pero dentro, y al margen de “ellos mismos”, una fuerza de signo contrario pugnará por encontrar su momento y su oportunidad para manifestarse. Por ese motivo, nadie puede ganar una guerra si no es por la aniquilación total de su adversario. Por mucha fuerza que se aplique, por muy sofisticados que sea el armamento, algo irá agitándose  en el interior de los vencidos, que se contrapondrá, tarde o temprano a los “vencedores” en cuanto aparezca la oportunidad. Un ejemplo no muy lejano en el tiempo sería el de la resistencia francesa durante la segunda guerra mundial; algo que se puede extrapolar a cualquier situación similar o a situaciones de las mismas características.
A medida que evolucionamos, que nos volvemos capaces de observar nuestros impulsos primarios e instalamos en nosotros el programa de que las ideas no son mejores ni peores en sí mismas; que son simples puntos de vista con los que vamos dando forma a nuestra realidad y que podrían haber sido otros, dependiendo del lugar del mundo en el que hubiéramos nacido, sólo dándonos cuenta de ese hecho, podremos aceptar otras ideas, sin que nuestra maquinaria mente-cuerpo las considere como una amenaza, como un “virus” y ponga el marcha el “cortafuegos” o avive la llama del “antivirus”, a través de nuestra ira, lanzándonos a una batalla para destruirlas. Solo durante esa etapa en la que el ser humano se está educando (programando, se podría decir) es posible la evolución exponiéndonos a la pluralidad del mundo y de sus ideas; pues de otro modo, todos seremos copias de las mentes de nuestro entorno  más inmediato, de un conjunto de ideas limitado que indefectiblemente  iremos adquiriendo de nuestros  eventuales educadores más próximos; con su rígido punto de vista en función de la repetida retroalimentación que habrán ido sufriendo o a lo largo del tiempo, junto a sus propios automatismos que se despertarán al activarse sus defensas frente a las ideas de signo contrario que interpreten como algún tipo de amenaza.
Aún así, tomando conciencia de las fuerzas que nos gobiernan, no seremos totalmente libres para detenerlas y no reaccionar. La Vida nos seguirá viviendo a través del resto de los automatismos que ha implantado de fábrica en “nosotros”.
Por si esto fuera poco, también hay un control interno, otro tipo de automatismo que en vez de actuar con la ira, como la hace cuando la amenaza proviene del exterior, lo hará con la angustia y el miedo. Una vez que hemos consolidado las ideas que aceptamos como principios vitales, aparece eso que llamamos “conciencia” o escrúpulos y que nos impide traicionar los conceptos que se han ido conformando como “valores personales”.  Aquí el antivirus actúa cuando una idea contraría a la que habitualmente tenemos como apropiada para nosotros ha pasado la barrera de control y estamos  considerando aceptarla en nuestra intimidad. Entonces empieza una batalla con nosotros mismos y, de nuevo, dependiendo de nuestro desarrollo o evolución personal la ganaremos o no. ¿Cuánta gente no se traiciona a sí misma, mintiéndose sobre las ideas que realmente le gustaría poner en práctica porque dentro de él existen otras de signo contrario que no logra vencer? Pero la pregunta es ¿Se traiciona realmente la persona, o es ese mecanismo interno del que está dotada, quien toma esa decisión por él y le mantiene encarcelado, prisionero de su automatismo?
Alimentamos esos mecanismos, que nos impulsan a defender o a atacar las ideas contrarias a las nuestras, desde la inconsciencia. Cuanto más inconscientes somos de esos automatismos que actúan en nosotros, más fuertes serán las fuerzas que nos condicionan, más embrutecedoras; ya que la ira, en mayor o menor medida, actuando como combustible base de nuestra actuación, realmente embota nuestra inteligencia y anula lo que nos hace humanos; aunque este sería otro punto a desarrollar.
Somos prisioneros de nuestras emociones básicas o primarias. Podemos aprender a no mostrarlas en público, pero actúan desde dentro. El principal problema es que la mayor parte no es consciente de ellos y considera que, por ejemplo, si se enfada es porque decide enfadarse. Si se le “revuelven las tripas” ante una determinada idea, es porque decide poner en marcha, por “su voluntad”, ese revoltijo amargo que le impulsa a actuar contra ella. ¿Realmente creemos que tomamos nosotros esa decisión?
Somos seres gregarios, necesitamos del grupo y esto es así porque hay una fuerza que nos empuja hacia ello. No decidimos que estamos mejor cuando formamos parte de una comunidad, es que hay una fuerza que nos impulsa a que nos integremos en ella y si no lo hacemos, nos “castiga” haciéndonos que nos sintamos mal, haciendo que aparezca la tristeza, la angustia u otros sentimientos hostiles enfocados hacia nosotros mismos. No formamos una pareja  porque lo decidamos nosotros sino porque hay un impulso que nos lleva a ello y nos “gratifica” con sentimientos agradables como la sensación de plenitud o felicidad cuando lo hacemos. No comemos porque decidimos comer es que si no lo hacemos nuestro organismo nos tortura con el hambre. Y así podríamos seguir: ¡la vida, nos está viviendo! ¡Realmente nos vive!
Si nuestras ideas no son nuestras, porque son implantadas por el entorno; si se defienden a sí mismas del exterior tanto como del interior una vez que se han instalado en nuestro Hardware cuerpo-mente, si me relaciono con los demás porque hay un impulso que me obliga a ello, ¿Quién soy yo? ¿A caso no es una completa abstracción mental  eso que llamo mi libertad? ¿Realmente tomo por mi voluntad alguna decisión?

Si mi verdadero ser es “algo” que está prisionero en lo que hemos dado por llamar un homo sapiens,  me gustaría descifrar qué es realmente ese “algo”, llegar de algún modo hasta él, hasta ese observador de todo este entramado y preguntarle: ¿Quién diablos eres tú y por qué te haces esto a ti mismo, al tiempo que este cuerpo-mente, en el que habito, y que experimento como “yo”, tiene que padecerlo?... ¡Tiene que haber algo más!... Dicen que para conocer el cielo, has de pasar primero por el infierno. Creo que llegando a este punto, el calor se va dejando notar. Ojalá tengan razón y mi próximo post sea más relajado o desprenda alguna brisa de libertad.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Cuando se termina el amor

El espíritu de los árboles. Una experiencia personal.

La naturaleza del deseo y el sufrimiento que éste nos produce.