Si quieres cambiar el mundo en el que vives, comienza por cambiarte a ti mismo (Mahatma Gandhi). Si quieres cambiarte a ti mismo, primero debes conocerte. (5)

Los impulsos o tendencias primarias nos convierten en autómatas, pues dirigen nuestra vida, la totalidad de nuestro tiempo, aún siendo conscientes de su pulsión y sin que podamos hacer gran cosa para cambiarlo.
Buscamos pertenecer a un grupo, ya sea familiar, de amigos, de compañeros de trabajo, de juegos, etc. Somos seres gregarios porque está implantado en nosotros el instinto de pertenencia y es tremendamente poderoso. No decidimos formar parte de un grupo, sino que hay un programa en nosotros que nos impulsa a ello, sin margen para la discusión. Del mismo modo estamos programados para formar parejas, para buscar relaciones románticas o simplemente sexuales. Hay algo dentro de nosotros que nos impulsa con la recompensa del placer, la tranquilidad  personal y la estabilidad emocional. Uno, salvo contadas excepciones, no decide buscar y crear una pareja. Algo dentro de nosotros nos impulsa a ello y si no lo conseguimos, nos castiga haciéndonos sentir mal. Nos sentimos mal cuando no lo logramos porque mientras estamos implementando el programa de búsqueda, nuestro organismo nos gratifica con sus endorfinas y el resto de la batería de sustancias con las que alimenta los impulsos que experimentamos en las distintas facetas de nuestra vida. Además, si logramos el objetivo, la gratificación es mucho mayor al tiempo que más duradera. Si no lo conseguimos, si erramos, el simple hecho de fracasar suspende la gratificaciones químicas que nos hicieron poner en marcha y aparece el dolor emocional, entre otra serie síntomas molestos. Esto no desaparece hasta que no volvemos a la carga, hasta que no iniciamos un nuevo rastreo, hasta que no ponemos en marcha de nuevo nuestro programa.
Perseguimos el éxito en las diferentes facetas de la vida, porque también estamos programados para buscar el reconocimiento. Maslow hablaba de las distintas necesidades del ser humano y entre ellas, está la búsqueda de la propia satisfacción, siendo de nuevo gratificado nuestro organismo con sus propios arsenales químicos, cuando alcanza una meta, cuando es admirado y ensalzado por los demás. También esto es un programa, un programa destinado a que el hombre busque su evolución, desarrolle su propio potencial y, como consecuencia de todo el proceso, sea premiado por ello. Una adicción a este impulso evolutivo daría lugar a la vanagloria o vanidad, que no surgiría por el deseo de que los demás te aplaudan, te reconozcan, sino porque al hacerlo, y al observarlo nuestro organismo, este nos proporcionará una dosis de sus opiáceos.
Buscar compañía, buscar la excelencia como mecanismo para la evolución, indagar, investigar sobre lo que es la vida, sobre las leyes que la rigen, no es algo que decide tu voluntad, sino que viene de fábrica en nuestro software. En unos más que otros, pero de lo que no cabe duda es que es una grabación, una programación.
No hay ninguna libertad. La mayor parte del tiempo lo pasamos buscando satisfacciones, tratando de provocar nuestra dosis diaria de felicidad. Ya sea dando rienda suelta al impulso de unirte a otro sexualmente, amistosamente, etc.  O  desarrollando alguna otra actividad individual cuyo proceso también repercuta en un “premio químico”. Leer un libro, ver una película, hacer deporte, perseguir un ascenso, hacer triunfar una empresa, etc.
Si no existiera el dolor existencial, no nos moveríamos de nuestra cama. Sentimos dolor, por la ausencia de esas sustancias que nos controlan químicamente. Nos controlan con el fin de que desarrollemos al máximo nuestros potenciales como seres humanos.
 Seguramente, los mecanismos biológicos que nos rigen, son mucho más complejos; pero esta exposición es  suficiente para advertir que  ni siquiera eso que creímos genuino, como es buscar la excelencia en lo que hacemos o en lo que somos, es un impulso programado, involuntario, que surgirá cuando tenga ocasión o sea necesario; cuando llegue su momento.
Buscar el éxito no es algo que uno se plantee al iniciar una tarea, sino a lo que es empujado por un impulso establecido en nuestra humanidad.
Si realmente mandáramos en nosotros mismo, lo único que podríamos hacer es, como mucho, controlar esos impulsos y que no nos controlen a nosotros. Lo que jamás podemos hacer, sin socavar nuestra humanidad, es arrancarlos de ella o hacerlos distintos. Podemos negarlos o reprimirlos, pero esas acciones nos traerán consecuencias imprevisibles. Si están ahí, sin duda es por algo, por lo que tenemos que averiguar su función.
Vivimos, la mayor parte de nuestra vida, ignorantes de que únicamente está actuando en nosotros una programación. Tenemos el privilegio de adornar nuestros impulsos, nuestra conducta, con diplomas, ceremonias, regalos… incluso creamos normas morales, para conducirlos o reconducirlos, pero si fuéramos capaces de ver lo poderosas que son esas leyes fijadas en nosotros, tomaríamos conciencia de lo endebles que son las nuestras. La existencia de la hipocresía, en la mayor parte de nuestras acciones, sobre todo en las relacionadas con los afectos, es la prueba de que esto es así. Claro que es posible controlar nuestros impulsos o educarlos y es necesario que haya normas para poder convivir; aunque en la mayor parte de los casos, más que tener educados  nuestros impulsos “nocivos”, apenas los tendremos maquillados. Bastará un pequeño desajuste en nuestra rutina diaria, para que salga a escena nuestro cyborg.
Prisioneros de  nuestros impulsos, ampliados o restringidos nuestros talentos por la vida misma, programados en nuestras creencias por el entorno, sin pensamientos, sin un verdadero Yo, me pregunto ¿qué es el hombre?
En un post anterior, plantee la idea de que las estructuras sociales en las que se cimentan las sociedades en las que desarrollamos nuestra vida, también estuvieran establecidas. Hablé sobre los campos morfogénicos que describe el biólogo y filósofo Rupert Sheldrake, y de cómo estamos expuestos y supeditados a su influencia. A la vista de lo anteriormente expuesto, no queda mucho margen para la voluntad  personal  y quizá aún mucho menos para la colectiva.
Decir que no queda mucho margen, no significa que no quede ninguno; sino que puede resultar terriblemente lento y complicado modificar nuestra actuación en el mundo. El hecho de que tecnológicamente el hombre haya alcanzado metas inimaginables, hace apenas un siglo, nos sume en una enorme confusión, porque pensamos que eso es la evolución, pero solamente es una parte. Psicológica y emocionalmente, como colectivo,  aún estamos más cerca de los primates que de Platón. De vez cuando aparecen seres excepcionales, como Martin Lutero King, Mahatma Gandhi, Harvey Milk, la madre Teresa, Nelson Mandela, etc. Pero son excepciones. Afortunadamente con notable poder de influencia ya que su ejemplo va calando en la programación-educación de las nuevas generaciones que están expuestas a ello; con lo que esa parte de nuestro condicionamiento cultural queda impregnada de su esencia evolutiva.
No sería justo despreciar la evolución científica y tecnológica. Además al ver las contradicciones que este hecho nos provoca cuando contemplamos que la humanidad es capaz de surcar el espacio –aún con muchas limitaciones, pero capaz- y continúan las guerras entre nosotros, los abusos de la autoridad, la falsedad implantada como norma junto al hambre y los genocidios en algunos rincones del planeta, tomamos conciencia de que es necesaria una revolución espiritual, no basada en nuevas normas morales, si no en la toma de conciencia de nuestros automatismos y en encontrar la clave para hacerlos mejores y con ello, hacer mejor a nuestra humanidad. De lo que estoy totalmente convencido es que no puede ser por la fuerza, por la represión, por algún tipo de lavado de cerebro, pues eso nos deshumaniza, destruye nuestra singularidad. El quid no está en quitar sino en añadir. En añadir un verdadero YO, en impulsar el nacimiento de esa parte que se gesta en nosotros y que está esperando el momento para nacer. Un YO, que ya no se encontrará al pairo de nuestros impulsos, alimentados por nuestras drogas biológicas, sino por la verdadera voluntad. Una voluntad no férrea sino terriblemente lúcida, que con su claridad nos guiará.
 Bajando un peldaño, en estos razonamientos, podemos observar cómo al identificar conscientemente nuestras emociones, con el simple hecho de nombrarlas, disminuimos su intensidad y con ello su influencia en nuestro organismo. Eso es una forma de control. Pues bien, ¿qué no lograremos cuando haya más luz en los rincones más profundos de la maquinaria de nuestro cuerpo-mente? La nueva revolución será la de la consciencia y de la conciencia. Un nuevo “ser” ha de nacer dentro de todos  nosotros.
 Unos párrafos antes, me preguntaba qué era el hombre. Sin duda es un animal en evolución, quizá sea una crisálida que aún este por eclosionar, por dar “a luz”, en esta tierra, a la verdadera humanidad. Tal vez todo el dolor que el mundo ha experimentado y continúa experimentando, sean los dolores del parto. Probablemente, centrados en nosotros mismos, a causa de nuestros egoicos  automatismos, despreciemos nuestra parte en el proceso por lo lejano que se presume este nacimiento y la exigua recompensa que nos pueda corresponder; pero estamos más implicados de lo que creemos. Con que uno de nosotros experimente algún tipo de cambio, algún tipo de luz en su ser, este lo irradiará; es posible que a través de los libros, los campos morfogénicos o, como decía en el post anterior, a través de esa pantalla mental que compartimos todos... ¿Cómo lo podríamos saber? De lo que estoy seguro es que no será la acción de un solo hombre quien haga dar a luz una conciencia más amplia, más expandida, sino la suma de las pequeñas contribuciones que haremos todos, sin ninguna exclusión, la que pondrá sobre el planeta esa Humanidad con la que soñamos. Una Humanidad verdaderamente humana, plena de esos atributitos que pretendemos tener, pero que realmente aún no han emergido de forma cualitativa; aunque las honrosas excepciones, de los hombres que han sido notables y ejemplares para el resto del mundo, nos dicen que eso es posible.

Ahora toman sentido las palabras de Gandhi: “Si quieres cambiar el mundo, comienza por cambiarte a ti mismo”. El resto se hará  por sí solo.

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