Reflexiones sobre el amor, la pareja y la amistad. Una sociedad emocionalmente “dormida” o hipnotizada.
Una de las mayores fuentes de sufrimiento es la que tiene
como desencadenante el amor. Tanto el amor que no es correspondido, como el
amor que sí lo es.
El principal problema se encuentra en la mayor parte de las
definiciones que nos encontramos sobre lo que es amor. Como decía en un antiguo
post hay quien piensa que el amor “es darse y entregarse sin esperar
recompensa”. Darse y entregarse no es un sentimiento o una emoción es una
actitud. Por otra parte puede que esa actitud forme parte del ideario de algún
sistema de valores éticos o religiosos, pero se encuentra bastante lejos de lo
que es el amor romántico, egoísta por naturaleza, y sobre el que quiero
reflexionar.
Es cierto que cuando uno está bajo los efectos de la química
del amor romántico, se da y se entrega uno mismo al otro sin esperar nada, pero
es que uno se encuentra “dopado” y, bajo esas circunstancias, nada de lo que
pueda hacer su pareja le hiere o le incomoda. Las mayores heridas, las más
dolorosas y las que tardan más en cicatrizar son las heridas morales, las que
repercuten en lo más íntimo de nuestro ser. Una simple mirada despectiva de un
par de segundos, puede desgarrar nuestra alma y, en consecuencia, reaccionar
ante quien nos hirió de mil maneras vengativas posibles, tendentes a compensar
nuestro dolor. Sin embargo, si estamos bajo los efectos del amor, esa o ese
hipotético agresor puede no solo ser justificado por nosotros, sino también es posible
incluso que le pidamos perdón por haberle “incitado” a hacernos daño.
Este amor romántico, del que estoy hablando, no depende de
nuestra voluntad; hay alguien que lo despierta y no se sabe el porqué. Que esa
persona despierte el amor en ti no quiere decir que se despierte en ella el
mismo sentimiento. Uno no decide enamorase, se encuentra con que de pronto
siente algo que le produce sensaciones tan sumamente gratificantes que no duda
en clasificar de “milagrosas”, y comienza a cuidar esa fuente de estímulos cuya
presencia física, o simplemente su recuerdo, hace que se genere un coctel de
sustancias químicas que le hacen, literalmente, flotar. No obstante el
componente principal de ese sentimiento que llamamos amor -y ahí se encuentra
una parte del misterio-, no es generado por la química del cuerpo; aunque una
vez aparecido, este consiga incidir sobre nuestras glándulas endocrinas. De no
ser así, si todo fuera pura química, ya habrían inventado algún fármaco tanto
para enamorarse como para desenamorarse. Lo que parece cierto es que ese
sentimiento que aparece sin saber muy bien el cómo, influye en la secreción de
sustancias dopantes para nuestro organismo.
El primer error consiste en pensar -puesto que estamos
inmunes al dolor que la actitud de la otra parte puede infligirnos- que esa
sensación “mágica” será permanente, sin altibajos; y mucho menos nos
plantearemos que se acabará. Si realmente hemos encontrado el amor de nuestra vida… será que esa persona nos despertará ese
sentimiento por siempre jamás. ¡Así que, de qué preocuparse!
El concepto de “amor
de mi vida”, no es más que una idea literaria. Cuando uno está bajo los
efectos de las “drogas” que su cuerpo genera al estar enamorado, es una idea muy fácil de asumir, proteger
y cultivar. Además, uno no se cansa nunca de experimentar placer, y pensar que
hemos encontrado la fuente de la abundancia, a ese respecto, nos resulta muy
conveniente.
Partiendo de esa sensación realmente “gloriosa” que
sentimos, comenzamos a “vestirla” con los convencionalismos imperantes en el
tiempo y en la sociedad en la que nos ha tocado vivir; y comenzamos a hacer
planes basados en un argumentario en una parte escrito, en otra transmitido de palabra y, en la actualidad,
recreada por el cine o la televisión. Comenzamos a presuponer un sinfín de
actitudes que tendrá nuestro ser amado con respecto a nosotros y viceversa. Nos
creemos los tópicos al uso sin ningún tipo de cuestionamiento porque nos
resulta cómodo, provechoso y oportuno. ¿Quién no quiere vivir algo así?
El conservador vestirá su amor con el concepto tradicional
de la pareja y de la familia, el liberal no querrá tantas ataduras, pero
también tratará de ajustar su feliz “estado” a algunas de las normas consensuadas.
La idea que trato de transmitir es que el sentimiento que
uno experimenta cuando se enamora no contiene en sí ningún tipo de información
que nos indique cómo debemos conducirnos, cuáles son los pasos a seguir, qué se
supone que viene después… A lo que sentimos lo arropamos con las normas
religiosas o morales de la época, con sus prejuicios, con sus modas, o con las
tendencias que en ese momento conformen el panorama sociocultural.
Uno se llega a creer –sobre todo cuando es joven- que si ajusta
y conduce el amor que siente a través de esos preceptos culturales, todo irá
siempre bien, y el estado cuasimágico del que disfruta, continuará por siempre
hasta el fin de sus vidas.
El problema se encuentra en pensar que aquellas normas a las
que tratamos de ajustar lo que sentimos tienen la misma naturaleza que el
sentimiento. Sin embargo no es así. El sentimiento del amor se despierta sin
normas ni requisitos. No responde a nuestras pretensiones; aunque a veces
parezca ajustarse a ellas, pero es pura ilusión. Aparentemente se ajusta porque
cuando dos personas están enamoradas pueden hacer encajar -incluso con
calzador- cualesquiera que sean las imposiciones tanto por parte de ellos
mismos como por mandato de la sociedad. Nada malo les sucederá porque bajo el
influjo de ese sentimiento, cederían gustosos incluso su propia vida; por lo
que ceder a los convencionalismos, que les ha tocado compartir, no supondrá la
más mínima incomodidad hasta que este sentimiento no ceda por “desgaste
natural” y se pasen sus efectos.
No somos capaces de ver este hecho hasta que no vamos
madurando, ya sea por la edad o por la experiencia. A medida que nos volvemos
adultos el sentimiento que experimentamos como amor no tiene la misma
influencia hipnótica que cuando somos más jóvenes. Uno no se ajusta tan
fácilmente a esos carriles por los que se supone que una pareja debe circular.
Además, cuando uno se hace adulto y ha madurado como persona, se da cuenta de
que amar no suele ajustarse al concepto social imperante. Además es capaz de
sustraerse a su influjo y tomar decisiones que parecen ir en contra de lo que
se supone que es ese sentimiento. Así, una persona madura emocionalmente podrá
amar a otra sin que eso signifique que tenga que ceder en todas sus
pretensiones. Algo que suele suceder cuando uno es joven, o emocionalmente
inmaduro, pagando un precio que más tarde le pasará factura y que su ser le
reclamará con fuerza cuando se haya pasado el efecto del sentimiento. De este
modo, muchas personas se quedan sin amigos o renuncian a sus aficiones, pero
están tan “narcotizadas” por el “amor” que esas pérdidas no significan nada
para ellas. ¿Qué más me da, si tengo algo mucho mejor?... Pero cuando el
“narcótico” disminuye su efecto, esas renuncias comienzan a chirriar y aparece el
dolor que estaba oculto por ese analgésico natural que nadie, en ese momento de
ilusión, quiere admitir que solo dura un tiempo.
Además, como ya apunté en un post anterior, estar enamorado,
no suprime nuestros impulsos primarios. Sentirse o no sentirse atraído por otra
persona que no es tu pareja, no algo que puedas decidir tu. Puede que decidas
no dejar que el impulso se desarrolle, pero cuando te expongas a ese estímulo
el impulso se producirá por sí mismo, independientemente de tus creencias o de
tus ideales. Es posible que en las primeras fases del amor sientas este de un
modo tan intenso que estos impulsos no te molesten en absoluto y dado el alto
grado de tu bienestar no tengas ningún problema en obviarlos; pero a medida que
tu organismo se vaya acostumbrando a los efectos del amor, empezará una batalla
que ya se encontraba ahí, solo que adormecida. El amor no te convierte en
alguien diferente, solamente adormece algunas partes de ti, disminuye la
intensidad de algunos impulsos.
Que nadie piense que desprecio el amor. Creo que es el
sentimiento más hermoso que uno puede experimentar en esta vida. La idea que
pretendo transmitir es que el amor no se puede ajustar a regla alguna y que si
se termina, no es porque uno de los enamorados haya fallado en nada. Esa es la
peor creencia que podemos albergar y mantener. Pensar que el amor se ha
terminado porque uno de los dos, o incluso los dos enamorados, rompieron los
pactos religiosos, morales o culturales a los que supeditaron el sentimiento
que experimentaban es un grandísimo error que trae un sinfín de sufrimientos.
El amor se termina por la misma razón que comienza. Nadie
sabe el porqué. Lo que parece comprobado científicamente es que inexorablemente,
es decir, a pesar de todos los ruegos, dura solo un tiempo.
En general se culpa a los fracasos amorosos de las
infidelidades de los novios, de la falta de sinceridad de uno de ellos, de las
diferencias culturales, de los distintos gustos y aficiones, etc. Sin embargo,
esas diferencias, esa falta de sinceridad, ya estaban ahí cuando se enamoraron,
pero el amor las oculto; también aminoró la atracción que sentían por otros, pero
no acabó con el impulso que vive latente hasta que se termina la dopamina.
Darse cuenta de que cuando nos enamoramos y somos
correspondidos es un regalo que hay
que vivir al máximo sin poner en él grandes expectativas, nos haría disfrutar
mucho más de nuestra existencia. Darnos cuenta de que no lo podemos cuidar, que tiene su propia vida y sigue su propio
curso, nos evitaría muchísimos quebraderos de cabeza. No amamos por imperativo,
nadie puede pedirnos que amemos; es algo con lo que nos encontramos. Por la
misma razón nadie nos puede pedir que cuidemos algo que no podemos manejar. Podemos
cuidar al ser amado, mostrando respeto por su individualidad, pero esto no
hará, cuantitativamente, que dure más su amor por nosotros. Lo que sí se puede
hacer, si no cuidamos a nuestra amada o amado, es hacer que este o esta se
aleje de nosotros a pesar de sus sentimientos.
Una cosa es el amor, otra cosa es la pareja y otra más
compleja es el matrimonio. Estas últimas no responden, generalmente, a nuestros
impulsos. Tanto con el concepto de pareja como con el de matrimonio, es con lo
que “arropamos” al amor. Tratamos de hacerlo coincidir con ellos y ahí nos
estrellamos. Es posible que se termine el enamoramiento y que continúe la
pareja, pero ya no estamos hablando de impulsos, sino de compromisos y
convenciones que seremos, o no, capaces
de cumplir. Este post no va de eso, sino de contemplar el amor como un
sentimiento ajeno a nuestra voluntad del que disfrutamos durante algún tiempo.
Eso no quiere decir que no deje algún fruto en nosotros.
Cuando dos personas están enamoradas no necesitan reglas
para gestionar su amor. Si aparecen estas reglas se está hablando de otra cosa.
Confundimos fácilmente amor con pareja y, aún peor, con
matrimonio. No cabe ninguna duda de que es el amor quien facilita y crea la
pareja. El problema es que en cuanto se forma, la encorsetamos con las ideas al
uso y se convierte en algo distinto, en una especie de cyborg, al estilo
robocop o soldado universal, donde la parte humana sería el sentimiento, y la
parte artificial las normas a las que tratamos que se ajuste.
La mayoría de las personas están tan ajenas a la naturaleza
del amor que piensan que firmando un contrato o sometiéndose a un rito pueden
asegurarlo, hacer que sea permanente. Otras tantas, en el momento de formalizar
su unión, lo hacen a pesar de darse cuenta de que algo ya está fallando en ese
momento.
“Cuando me casé ya
sabía que no era con el amor de mi vida”. Esto es algo que he escuchado a
numerosas personas. Si no la misma frase, sí su contenido. El problema es que
esta creencia produce sufrimiento. Es muy probable que en el momento de
formalizar la unión llevaran más tiempo juntas de lo que dura el amor. En
consecuencia, es lógico tener esa sensación. El amor se estaba terminando, pero
empeñados en pensar que pueden controlarlo, con una fórmula legal o algún
sortilegio bendecido socialmente, se culpan a sí mismos por no saber hacerlo o
por haberse equivocado en la elección. Puede que en ese momento quisieran
intensamente a su pareja, pero querer no es amar.
En el amor nadie fracasa. Hay que quitarse ese peso de
encima y revisar la parafernalia con la que lo adornamos. Esos adornos son
fruto de Maya. No es más que Lila, o
el juego de Dios con el que nos mantiene “dormidos” y ocupados. Ampliar nuestra
conciencia significa ver más allá de ese juego, contemplar la esencia y no
dejarse engañar por una fantasía que, aunque legítima, a menudo resulta
embrutecedora. El principal problema consiste en que resulta más fácil vivir en
medio de una sociedad emocionalmente inmadura, que difícilmente se cuestionará
a sí misma, que en otra que se cuestione las reglas del juego en estos temas
tan personales; ya que asumir como cierta la premisa de este post, quizá nos
obligue a hacer algo… ¡Qué pereza!
La amistad no es menos misteriosa que el amor. También se
da. Uno no puede decidir hacer amigos. Puede tener la voluntad de hacerlos,
pero eso no quiere decir que pueda despertar ese sentimiento en los otros. Puede
cuidar a las personas con las que convive, puede elogiarlas, incluso quererlas,
pero eso no significa que pueda producir en ellas un sentimiento recíproco.
Creo que se ha “divinizado” la amistad, del mismo modo que
el amor y también tratamos de adaptarlo a normas y convenciones sociales. Tanto
el amor como la amistad son sensaciones positivas que aparecen en nosotros para
fortalecer nuestro impulso gregario. Son la recompensa de la naturaleza por
mantenernos unidos, en grupo; donde la supervivencia tiene más posibilidades de
triunfar.
A menudo asociamos amistad a lealtad (lo mismo que sucede en
el amor), y en consecuencia, admitimos a nuestros amigos lo inadmisible, o
generamos obligaciones hacia ellos que no merecen. La amistad también es una
especie de droga con menores efectos que amor en cuanto a la “ceguera” que nos
produce; pero cuyo ropaje, creados por nosotros, de igual modo nos condiciona,
nos maneja y nos sumerge en el mundo de Maya de donde algunos tratan de salir.
De todos los engaños de Maya el amor y la amistad son los
más difíciles de aceptar como ilusiones. ¡Se siente uno tan bien cuando está
enamorado! ¡Se siente uno tan “en casa” cuando se encuentra con los amigos!...
No debemos renunciar a ninguno de estos sentimientos, al contrario; a falta de
poder provocarlos sería bueno soñar con que somos bendecidos con ellos.
Desmitificarlos no significa despreciarlos, sino hacernos más libres, menos
dependientes de las convenciones que los arropan, más agradecidos porque
realmente son un don, un regalo de la vida cuando los experimentamos. Reconocer
este hecho nos hace también más humildes y con la humildad nos libramos de carga
de estar rindiendo siempre por encima tanto de nuestras fuerzas como de
nuestras circunstancias. Descubrir que el amor nos es dado por un tiempo y que
tal vez más tarde venga otro, nos libera del enorme e ilusorio peso de
mantenerlo y nos permite disfrutar de él, como lo hacemos con un hermoso día de
verano sin que a nadie se le ocurra la posibilidad de alargarlo más allá del
tiempo que dura.
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